Un hombre de familia
La familia Buffett era humilde: hijos y nietos de almaceneros, que ascendieron muy despacio a la clase media. Eran gente que venía de la cultura luterana del trabajo duro, la honestidad y ganar las cosas por uno mismo.
Tuvieron tres hijos. El segundo de ellos demostró dotes para las matemáticas y un afán por coleccionar cosas, desde sellos hasta chapas de botellas. Fue él quien, a base de escuchar en la cena conversaciones sobre tipos de interés, beneficios y dividendos, declaró con 11 años que quería ser millonario.
No se trataba ni más ni menos que de Warren. En ese entonces, sus padres sonrieron condescendientes, pero él fue a su habitación y trajo una pequeña caja de madera que no dejaba tocar a nadie, ni siquiera para limpiar el polvo. De un espacio entre los cajones sacó u$s120, una cantidad considerable para 1941, y los invirtió en seis acciones de la Cities Services Preferred que compartió con su hermana.
Tras una fluctuación del precio creyó que perdería dinero, y las volvió a vender ganando cinco dólares por acción en cuanto volvieron a subir.
Pero él mismo recordó en una ocasión que “tan sólo unos meses después, la CSP subió más de u$s200, y yo me di cuenta de que había dejado de ganar mucho dinero por tener demasiada prisa. Fue mi primera gran lección…Primero, no corras. Segundo, conoce bien dónde te metes. Y tercero, ten en cuenta que cuando inviertes, si pierdes, vas a hacer que alguien se enfade mucho…Lo aprendí de la peor forma posible, ya que cuando el valor de CSP estaba bajo, mi hermana lo veía cada mañana en el periódico y pasaba todo el camino al colegio recordándomelo. Es una pesadilla mucho mayor que la más dura junta de accionistas”.